miércoles, 4 de marzo de 2009

Transformaciones en la imagen de la Ciudad de la segunda mitad del siglo XVIII a principios del XIX.

Transformaciones en la imagen de la Ciudad de la segunda mitad del siglo XVIII a principios del XIX.

I. La situación en México de finales del siglo XVIII a principios del siglo XIX

En el siglo XVIII la llegada de los borbones al trono español marca un cambio[1] en la estructura económica y política que provoca que la situación de la metrópoli novohispana se vea afectada en todos los aspectos. La idea fundamental de esta nueva organización era regresar el poder político y administrativo a la Corona y debilitar a la iglesia.

Las reformas borbónicas implantaron el absolutismo y el centralismo en la Ciudad de México mediante la injerencia del visitador José de Gálvez quien encomendó a varios virreyes, como Francisco de la Croix, Antonio María de Bucareli, Martín de Mayorga y el segundo Conde de Revillagigedo, Juan Vicente de Güemes. Muchos de estos virreyes, a pesar de ser liberales ilustrados, estaban en desacuerdo con la aplicación de las reformas ya que pensaban que “Las disposiciones de a Corona española eran ajenas y contrarias a la realidad colonial”[2]. Debido a esto retrasaron su aplicación pues sabían que éstas desarticularían la estabilidad y causarían reacciones violentas sobre todo entre los criollos.

Con las reformas se instituyó el ejército; se realizó una política desamortizadora en la que el clero perdía poder; se reorganizó el aparato administrativo; se compuso la Real Audiencia[3]. En fin, el grueso de las reformas económicas se aplicó en dos décadas, entre el 1765 y 1786 y una década después, estas reformas “producían efectos sorprendentes: la Nueva España se había convertido en la colonia más opulenta del imperio español y era la que mayores ingresos aportaba a la metrópoli.”[4]

El 26 de diciembre de 1804 fue expedida una cédula que extendía a la Nueva España, y a los dominios americanos, la política desamortizadora que los borbones ya habían empezado a aplicar en España y mandaba recoger el capital que se sacara de la venta de todos los bienes que permanecían a manos de la iglesia así como el capital circulante que la misma poseía o administraba a lo largo de las provincias. Los borbones también atacaron al consulado de los comerciantes con la llamada ley de libre comercio, lo que trajo como consecuencia la disminución del poder monopólico que ejercía dicho consulado.

Se hizo asimismo una nueva constitución de la Real Audiencia sustituyendo a todos los tesoreros por gente de confianza de los borbones. Si bien, para antes de 1763, la Real Audiencia era casi la única institución que preparaba a los funcionarios públicos, después de estas reformas, tales funcionarios llegarían del exterior mandados directamente por la Corona como especialistas en la administración fiscal o militares de carrera. Esta pérdida de poder y marginación política trajo graves consecuencias sobre todo, otra vez, para el sector criollo que había empezando a cobrar gran fuerza en la Nueva España.

La buena administración y, por tanto, los grandes ingresos se lograron mediante la injerencia del visitador Gálvez quien terminó con la corrupción forzando a los funcionarios a presentar cada seis meses una relación de los ingresos y egresos. Para lograrlo, Gálvez comenzó a cesar a todos aquellos funcionarios que no cumplieran con lo estipulado a la vez que establecía procedimientos más eficaces de rendición de cuentas, en fin, se produjo toda una reorganización del Tribunal de Cuentas en 1776.

El personal de este organismo fue removido, creándose nuevos cargos y funciones, recompensados con salarios altos (3,500 pesos anuales para los tres contadores mayores, 2,500 para los seis contadores de resultas, y 1,800 para otros seis ordenadores). En 1792 el Tribunal fue objeto de una nueva organización: su personal aumentó a cerca de cuarenta funcionarios y fue beneficiada con un aumento de salarios. En 1785 el método para llevar los libros de contaduría fue mejorado con la introducción del método de partida doble.[5]

Al mismo tiempo que se hacían estos cambios, se crearon nuevos impuestos para aumentar la contribución a la Corona: impuestos a las pulperías[6], el impuesto de alcabala[7], así como la creación de estancos y monopolios[8] que eran manejados por el Estado.

II. Las reformas borbónicas en la educación y el arte

En el ámbito educativo, la corona suprimió a la orden religiosa que tenía mayor importancia ya que la iglesia era la que se ocupaba de toda la educación, desde las primeras letras hasta la educación universitaria, sin embargo, con la destitución de los jesuitas, la monarquía asumió el poder. Entre sus principales preocupaciones estaba la educación de las masas y su capacitación para el trabajo pues, afirmaba que de esto dependía el progreso de la nación y el bienestar social.

Estas reformas también se verían reflejadas en el terreno del arte con la creación de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos en 1785 que respondía a necesidades básicas como la acuñación de la moneda que antes se hacía a pequeña escala dentro de una dependencia del Palacio real. Para esta acuñación fue encomendado desde la corona al grabador Gerónimo Antonio Gil quien en 1778 llegó a Nueva España para cumplir con este cometido y formar la escuela de grabadores.

La técnica de grabado fue de gran utilidad para el apoyo de las reformas, pues era la base de realización de cartas geográficas o urbanas, de planos de instalaciones fabriles o militares, de garitas, aduanas y otros edificios, así como para trazos de caminos o canales de riego que debían ser reproducidos y esto seguramente fue detectado por Gálvez.[9]

Una vez llegado Gil y debido a su visión de académico, solicita a las autoridades españolas la creación de una academia de artes plásticas para ampliar y desarrollar la formación artístico-artesanal. Esta solicitud fue vista con buenos ojos por el superintendente de la gran hacienda Don José Mangino quien también fungía como director de la Casa de Moneda pues él mismo presentó al virrey Mayorga “el proyecto de un Estudio Público de Artes”[10].

El virrey aprobó el proyecto inmediatamente y propuso que fuera una Academia de las Tres Nobles Artes (escultura, pintura y arquitectura).[11] La constitución de esta Academia, según los argumentos de la Junta Preparatoria, traería consigo las soluciones que requería la Nueva España para el progreso. La comunidad que significaba la organización de los gremios se manifestó de acuerdo con la Academia ya que creían que con ella, adquirirían el honor y el lustre que tanto deseaban. Entre las funciones de la nueva institución estaría el “adiestramiento técnico, tanto de arquitectos capaces de afrontar los problemas generados por la poca resistencia del suelo de la Ciudad de México como por la necesidad que tenían los estudiantes del Colegio de Minas de maestros de dibujo y arquitectura”[12]. Estos arquitectos se ocuparían no sólo de la arquitectura civil sino también de las haciendas, las casas, oficinas, puentes, calzadas, en fin, de todas aquellas construcciones que el progreso de la nación requiriera.

Los estudiantes becados por numerosas instituciones y ciudades del interior del país, regresaban a su lugar de origen capacitados en corto tiempo para establecer el arte oficial y desparramar en su medio los conocimientos técnicos adquiridos. [13]

De este modo, la Academia logró, en poco tiempo, instituir el gusto neoclásico que permanecería vigente gran parte del siglo XIX y otorgaría una nueva imagen urbana en muchas poblaciones y ciudades con lo que se borraría esa huella barroca que ya no comulgaba con las ideas del pensamiento ilustrado.

III. La imagen de la Ciudad de la segunda mitad del siglo XVIII a principios del XIX.

La Ciudad de México había extendido sus límites que para estas fechas conformaban el perímetro siguiente:

“por el norte, Santiago Tlatelolco, los Ángeles, Santa Ana, Tepito y El Carmen; al noroeste, Santa María la Redonda; por el este, San Lázaro, Santa Cruz, Soledad y la Palma, además el edificio de la Alhóndiga (o granero de la ciudad) y el baratillo de caballos; por el sur, San Pablo, El Matadero, San Antonio Abad, San Jerónimo, Monserrat, Las Recogidas y El Colegio de las Vizcaínas; por el poniente, Santa Isabel, el Colegio de Letrán, Hospital Real, Belén de las Mochas y Belén de los Mercedarios; San Juan de la Penitencia muy al oeste y el Colegio de San Fernando; al suroeste el barrio de Romita.”[14]

Para 1750 la Ciudad contaba, según Espinosa López, con 2,667 casas construidas y 722 vecindades. Su aspecto había mejorado en gran medida debido a la implementación de los dos canales[15] de agua potable que distribuían agua a toda la ciudad y a que se habían empedrado muchas calles, sin embargo las noches en la Ciudad continuaban siendo peligrosas para los habitantes debido a que no existía un sistema de alumbrado público y los robos y las riñas eran muy frecuentes. Debido a esto se decidió el 23 de septiembre de 1762 que “en cada balcón y en cada puerta se colocaran faroles de vidrio con luz suficiente que durara hasta las once de la noche, a costa del dueño o los habitantes de la casa.”[16] Y no fue sino hasta 1780 cuando vecinos de dos calles de la Ciudad (las calles de Don Juan Manuel y de San Agustín) colocaron por cuenta propia un sistema de alumbrado público.

Castera fue quizá, junto con el virrey Revillagigedo, el personaje principal de la aplicación de las medidas ilustradas pues hizo trabajos para la reurbanización de la ciudad que Regina Hernández Franyuti divide, para su mejor estudio, en tres etapas:

Primera etapa 1781-1789 Inicio

Para esta etapa, Castera proponía eliminar los factores de insalubridad que tanto aquejaban a la ciudad y para lograrlo realizó los siguientes trabajos:

- nivelación de calles

- establecimiento de atarjeas y empedrados

- reparación de la distribución de agua

- apertura de caminos y calzadas

- acueductos, cañerías y fuentes

- caminos, calzadas y puentes

Castera reparó las arquerías de Belén y de Chapultepec para evitar las fugas de agua y en 1785 emitió un informe en el que estableció la necesidad de cambiar las cañerías de plomo por caños de barro explicando que el plomo era altamente dañino a la salud y que había provocado diarrea e histeria entre la población de la Ciudad de México. Asimismo reparó, aunque parcialmente, el camino a San Agustín de las Cuevas y la Calzada de Guadalupe.

Sin embargo, a pesar de que es evidente que existía ya una preocupación real por la fisonomía de la ciudad aún no se contaba con un programa desarrollado que unificara las obras ya que la gran mayoría de las obras era realizada por los particulares quienes contrataban al maestro de obra de su elección.

Como hemos mencionado arriba, muchas calles se habían empedrado, sin embargo las casas permanecían sin banqueta hasta las disposiciones de 1769 que proveían de banqueta sólo a aquellas casas que se encontraran dentro de la traza.

El maestro mayor de la Ciudad, Ignacio de Castera, emitió el 24 de marzo de 1782 una real cédula que establecía “que la ciudad, a través de cuadrillas de empedradores y bajo la supervisión directa del maestro mayor, sería la encargada de construir los empedrados.”[17] Para costear el empedrado de todas las calles los gastos se dividirían en tres partes, dos de las cuales serían cubiertas por los propietarios de las casas beneficiadas y una tercera parte sería solventada con los fondos del Ayuntamiento.

A partir de 1970 se dieron los mayores cambios urbanísticos dentro de la Ciudad, así como la construcción de importantes edificaciones: en 1775 por un lado se abrió el Monte de Piedad y, por otro, se estrenó el Paseo de Bucareli que salía hacía la garita de Belén; entre 1771 y 1779 “se cambió la cañería de agua potable que venía de Chapultepec por el acueducto de Belén que tenía 904 arcos y una extensión de 3,900 metros;”[18] para 1783 con el nuevo plan de la ciudad de México se hizo la división de la misma en ocho cuarteles mayores y cada uno de éstos se subdividía en otros cuatro cuarteles menores, esta organización permitía una mejor administración de la Ciudad.

Siguiendo con las mejoras en la Ciudad para 1784 se levantó el primer censo de coches que sumo 637; en 1786 se terminó el canal de Huehuetoca; dos años más tarde, en 1789 el mercado de San José que se había puesto durante muchos años en la Plaza Mayor fue trasladado a la Plaza del Volador en las vísperas de la celebración de la proclamación de Carlos IV.

Este nuevo mercado ya no era de cajones techados con tejamanil sino que “se formó con tiendas bien ordenadas que se movían sobre ruedas;”[19] un cambio muy importante fue la disposición del 15 de abril de 1790 que gravaba el harina con tres reales la carga pues los fondos que se recavaran de este gravamen servirían para la compra de faroles, arbotantes de fierro y aceite de nabo para alumbrar las calles de la ciudad así como para pagar los sueldos de los serenos que se encargarían de encenderlos y apagarlos en las horas señaladas.[20]

La limpia de calles que realmente provocó un gran cambio en la imagen de la Ciudad se estableció también en este año y para el 15 de agosto de 1793 se inicio un incipiente sistema de transporte público con el funcionamiento de los primeros ocho coches de alquiler, éstos eran jalados por mulas y tenían la capacidad de transportar a cuatro personas.

Podemos ver que muchas de estas transformaciones se dan con la llegada de las reformas borbónicas pues los ilustrados empiezan a desarrollar una ciudad secular, a construir una opción de salubridad, a generar la visión del paseo y también aparecen las fuentes como primer elemento de la monumentaria pública y una secularización del espacio público que traería consigo una nueva concepción del espacio que propicia el paseo nocturno con la demanda de zonas iluminadas, la convergencia de la gente en plazas públicas no sólo para la compraventa de artículos sino para la libre congregación.

Segunda etapa 1789-1795 Consolidación

En esta segunda etapa el espacio urbano es considerado ya como un todo enmarcado dentro de una política urbana integral. Los trabajos realizados durante esta segunda etapa fueron:

- Puntos y niveles

- Atarjeas, construcción de atarjeas que alargaría la duración de las banquetas y los empedrados.

En 1794 Castera elabora el proyecto sobre “Alineamiento de calles y circulación de las aguas”, que estaría compuesto por:

“Un muro bien cimentado, formado de tierra apisonada y revestido de adobes, que mediría 2 2/3 varas de alto y 3 1/7 varas en la cresta. Enseguida, una banqueta cubierta de arboledas en sus bordos, constituía un camino de ronda o de resguardo que se utilizará en el servicio de vigilancia. Al lado de la calzada, una zanja con doce varas de ancho, y otra de ocho varas, ambas con profundidad de 3 ½ varas, permitirían el libre curso del agua en un perímetro de aproximadamente cinco leguas.”[21]


El costo de la construcción de las banquetas y de los empedrados provocó dificultades debido a los conflictos que generó e cobro de los impuestos, por lo que las obras avanzaban muy lentamente.

En 1792 se sacó a remate la limpieza del centro de la ciudad que en un principio fue obtenida por Don José Damián Ortiz de Castro para ser suplantado, un año después, por el mismo Castera.

En cuanto a los acueductos, cañerías y fuentes los problemas seguían debido al mal uso de las mercedes así que se llevaron a cabo dos tipos de obras: las ordinarias que significaban reparaciones menores y, las extraordinarias, obras mayores que implicaban reconstruir los reposaderos, los contracimientos, los encortinados, las cubiertas, los pretiles y las cortinas.

También se cambió en esta segunda etapa la tubería de plomo por cañería de barro y se repararon las fuentes que eran focos inmundos que propiciaban la propagación de enfermedades.

Plano que representa la Ciudad de México inscrita en cuatro plazas en las esquinas e indica las casas alineadas que existen en el centro, las que tienen mala alineación y el orden que deben seguir las que se construyan en adelante. Es un plano regulador basado en el de Castera de 1794, en el cual se muestra que aún se conserva vigente, en el siglo XIX el ideal de ciudad ordenada conforme a las normas de Revillagigedo.

Tercera etapa 1795-1811

Fue una etapa marcada por la inestabilidad política pues se estaba gestando la Guerra de Independencia. Los virreyes cambiaban continuamente y sus intereses ya no estaban centrados en la urbanización y el mejoramiento de la Ciudad sino en cuestiones netamente políticas por lo que se limitaban a la realización de muy pocas obras públicas

El virrey Azanza le encargó el proyecto de la prolongación de la calle Paseo Nuevo hasta el Santuario de la Piedad con el propósito de que se crearan espacios abiertos y confortables para mejorar la salud de los habitantes de la ciudad:

Lo ideó de 18 varas de longitud, con dos puentes y una caja de agua con arcos y cañerías subterráneas. Su costo sería de 20 000 pesos y para costearlo, el virrey asignó el producto de seis corridas de toros[22]

IV. Las transformaciones en la arquitectura doméstica

Ahora, para hablar sobre el primer aspecto, la implantación, es necesario especificar la localización urbana pues ésta nos permite conocer y entender las características de la arquitectura doméstica ya que, por ejemplo como veremos más adelante en las valuaciones hechas a las casas de finales del XVIII y principios del XIX[23], una casa situada en un terreno favorable era mejor valuada no sólo por la calidad del terreno sino por la ubicación que dentro de la imagen de la metrópoli tenía.

Entre las principales características que podemos enumerar en estas viviendas están las siguientes:

- Durante este periodo la arquitectura doméstica sufrió una serie de transformaciones sobre todo en torno a la distinción de áreas destinadas a un uso específico dentro de la casa y el surgimiento de nuevos locales.

- Una nueva organización de la vivienda que otorgaba privacidad a los habitantes, sobre todo a los de clases acomodadas, ya que se separaban los espacios públicos que permitían la socialización de los privados que sugerían una mayor intimidad.

- El surgimiento de espacios destinados al aseo personal lo que otorgaba una importancia no vista antes a la higiene corporal.

- La tipología de las casas en departamento como las proyectadas por Ignacio Castera (casas de San Pedro y San Pablo. Ver figs. 8 y 9). Esta tipología provocaba que las viviendas se desligaran del suelo y preservaran la privacidad de los habitantes.

- Se proyectaron locales que constaban de sólo un cuarto que hacía las veces de taller o de tienda y que estaban desligados del resto de la vivienda, éstos fueron ubicados principalmente en la planta baja de la vivienda.

- Estas transformaciones se dan sobre todo en viviendas de la clase acomodada mientras que en las viviendas modestas continúa el partido arquitectónico de tres o cuatro cuartos que no estaban diseñados para ningún uso específico, ni siquiera la cocina, así como tampoco existía u espacio destinado al aseo personal.

Por lo general al elegir una morada, sus propietarios han buscado, a lo largo del tiempo, obtener seguridad y que la casa reúna características de estabilidad, resistencia y durabilidad en su fábrica a fin de sentirse protegidos contra las inclemencias del clima y contra la posible intrusión de extraños.[24] Sin embargo en las viviendas que mostramos en este trabajo, no sólo se cumplen las características arriba mencionadas sino que buscan motivos de expresión más ambiciosos y más explícitos, los de la racionalidad que suponía la arquitectura neoclásica por un lado y, por otro, las relaciones y posiciones que, dentro de la sociedad, mantenían los moradores de la casa.

En Nueva España, el espacio urbano se fue consolidando poco a poco y la intervención estatal en la distribución del mismo requería de ciertos elementos vitales para la habitabilidad humana, tales requerimientos eran: “la comodidad, la funcionalidad, la limpieza y la hermosura, en fin, la homogeneidad de la ciudad, de sus calles y, por supuesto, de sus casas, las que debían ser simétricas, ordenadas y regulares”[25]

Habitar en la Ciudad de México durante los siglos XVIII y XIX tenía marcadas diferencias y éstas quedaban de manifiesto en la tipología de las casas que aun ahora encontramos en pie. Manuel Toussaint explica muy bien esta diferencia cuando señala que parecía “existir una diferencia entre «residir y vivir». Residir es vivir con holgura, sin necesidad del trabajo obligado que exige el simple vivir”[26]. De este modo las casas se clasificaban según su tamaño, los materiales, fábricas de construcción y localización. Por ejemplo, existe la clasificación hecha por los valuadores y que se basaba en las dimensiones de la construcción:

- Casillas de adobe o viviendas pequeñas y humildes: estas casas cumplían apenas con la función de habitar por lo que se pueden describir como viviendas que contaban con recámara, sala y cocina aunque algunas contaban también con corral, patio o accesorias.

- Casas chicas: contaban con sala, una o dos recámaras, cocina, patio central y caballeriza. Éstas generalmente estaban construidas de adobe o tepetate.

- Casas grandes, donde a veces se incluyen ranchos y haciendas: propiedad principalmente de gente de clase media acomodada. Estaban construidas con piedra, adobe y madera en las techumbres y el partido arquitectónico estaba conformado por patio, sala, recámara con asistencia, comedor, cuarto de mozas, cocina y despensa, incluía también una escalera de mampostería que conducía al mirador ubicado en la planta alta.

- Casonas o casas señoriales: propiedad de vecinos adinerados. Fabricadas en obra moderna y bien construida, esta descripción incluía cantera labrada, pisos de ladrillo y puertas y ventanas de madera de primera y rejas de forja.

Había otra clasificación que se hacía de acuerdo a la fábrica de las casas, dentro de esta clasificación encontramos:

- Antigua: casas hechas de adobe y piedra.

- Moderna: casas hechas de mampostería de piedra unida con argamasa.

Las casas de la Ciudad se encontraban distribuidas a los largo de los cuarteles que componían la distribución de la misma.

Entre las tipologías y descripciones de las casas del periodo colonial y las de inicios del siglo XIX no existe gran diferencia. “Será durante los años de la Reforma, con la desamortización y la entrada de las ideas francesas de construcción y confort, que las transformaciones serán patentes y se notarán los enormes cambios morfológicos en las construcciones.”[27]

La gran mayoría de las viviendas del periodo neoclásico, es decir, finales del siglo XVIII y principios del XIX, propiedad de gente medianamente acomodada son de dos o tres niveles por lo que la vida se desarrolla generalmente en las plantas altas dejando la planta baja para los cuartos de las criadas. La planta alta estaba destinada a estancias, tocadores, dormitorios y gabinetes en un ala y, en otra las áreas públicas como el oratorio, sala, antesala o recibidor y en otra sección la cocina y la repostería, ambas ubicadas junto al comedor. Como la planta baja se destinaba a accesorias comerciales y habitaciones de las criadas, el tratamiento en fachada variaba entre esta planta y los niveles superiores.

A lo largo del desarrollo de la arquitectura neoclásica, Palladio fue quien se preocupó mucho más por el tratamiento en fachada buscando que cada uno de los elementos arquitectónicos tuviera una importancia individual y particular.

Para conseguir ese particular aislamiento del que quería que gozasen los elementos arquitectónicos, “Palladio acentúa el carácter de vacío de la ventana en lugar de reabsorberla en la superficie a través de la gradación plástica de la moldura. De esta forma la pared blanca, «nítidamente frontal y cuadrangular» es proyectada hacia el espectador, impidiendo que la fachada se convierta en muda perspectiva, en censura espacial en lugar de en generadora de espacio exterior-interior”[28]



[1] Si bien los cambios se iniciaron desde los primeros gobiernos de la dinastía borbónica, fue durante el reinado de Carlos III (1759-1798) cuando cristalizaron y se hicieron efectivos en su mayor parte, producto de una deliberada y sistemática política reformista.. Cf. LOMBARDO de Ruiz, Sonia, Las reformas borbónicas y su influencia en el Arte de la Nueva España, p. 19.

[2] Idem.

[3] Para ampliar esta información se sugiere la lectura completa del apartado FLORESCANO, Enrique y Margarita Menegus: “La época de las Reformas borbónicas y el crecimiento económico (1750-1808)” en Historia General de México, México: El Colegio de México, 2006, pp. 365-430.

[4] Ibid, p. 375.

[5] FLORESCANO, Enrique, op. Cit., p. 376.

[6] Las pulperías eran pequeños comercios de tipo misceláneo.

[7] El impuesto de alcabala gravaba varios artículos que no habían estado gravados antes.

[8] Para estas fechas ya existían monopolios en lo concerniente a la administración y venta de artículos como el azogue o mercurio, las sal, los naipes, el papel sellado, la nieve, la lotería; sin embargo, con la llegada de los borbones al poder se monopolizó el tabaco con la Real fábrica de puros y cigarros.

[9] LOMBARDO de Ruiz, Sonia, op. Cit., p. 24.

[10] Idem

[11] Se formó una junta preparatoria que buscaría obtener fondos para la Academia. Estos fondos fueron recabados principalmente por los acaudalados hacendados de Nueva España que hacían donativos más por agradar a la corona y por el prestigio social que por el verdadero amor a las Artes. También hubo instituciones que hicieron importantes aportaciones como el Tribunal del Consulado pues creían en la influencia que esta academia tendría en el buen gusto para la construcción de templos así como en la adecuada representación de las imágenes de las que el pueblo aprendería normas de conducta.

[12] LOMBARDO de Ruiz, Sonia, op. Cit., p. 27.

[13] FUENTES Rojas, Elizabeth, La Academia de San Carlos y los Constructores del Neoclásico. Primer caálogo de dibujo arquitectónico 1779-1843, México: Universidad Nacional Autónoma de México-Escuela Nacional de Artes Plásticas, 2002, p. 15

[14] ROMERO Flores, Jesús, Historia de una gran Ciudad, Morelos, 1953, p. 354.

[15] La Ciudad contaba con dos canales de agua potable, el de San Cosme que traía agua de Santa Fe y el de Chapultepec que recorría toda la calzada del mismo nombre y la calle de Belén y terminaba en el Salto del Agua. Cf. ESPINOSA López, Enrique. Ciudad de México. Compendio cronológico de su desarrollo urbano 1521-2000, México: Instituto Politécnico Nacional, 2003, p. 84.

[16] Idem.

[17] HERNÁNDEZ Franyuti, Regina, Ignacio de Castera. Arquitecto y urbanista de la Ciudad de México 1777-1811, México: Instituto Mora, 1997, p. 51-52.

[18] Ibid, p. 86.

[19] Ibid, pp. 89 y 90

[20] Cf. ROMERO Flores, Jesús, op. cit., p. 89.

[21] Delfina López Sarrelangue, “Las fortificaciones de la ciudad de México”, Diálogos, El Colegio de México, vol. 13, núm. 4, julio-agosto, 1977, México, p. 3.

[22] AHCM, Paseos, vol. 3584, exp. 28, Sobre la construcción del paseo Azanza, 1799.

[23] “Por esos años la Ciudad de México fue objeto de una reordenación y obras urbanas, hechas por el segundo Conde de Revillagigedo, virrey de la Nueva España entre los años 1791 y 1794, que entre muchas otras, incluyó la realización de banquetas, empedrados y atarjeas, cuyo punto de partida fue la Plaza Mayor” Cf. LOMBARDO de Ruiz, Sonia, “Esplendor y ocaso de la ciudad de México” en Garza, Gustavo “programa de intercambio científico y capacitación técnica”, comp. Atlas de la Ciudad de México. Fascículo 3, México: Departamento del Distrito Federal-El Colegio de México-Plaza y Valdés, 1988, pp. 60 y 61.

[24] Cf. ZÁRATE Toscano, Verónica (coord.), Política, casas y fiestas en el entorno urbano del Distrito Federal. Siglos XVIII-XIX, México: Instituto Mora, 2005, pp. 100-101.

[25] HERNÁNDEZ Franyuti, Regina, “Ideología, proyectos y urbanización de la Ciudad de México 1760-1850” en La Ciudad de México en la primera mitad del siglo XIX. Economía y estructura urbana, México: Instituto Mora, 1994.

[26] TOUSSAINT, Manuel, Arte Colonial en México, México: Imprenta universitaria, 1962, p. 162.

[27] ZÁRATE Toscano, Verónica (coord.), op. Cit., p. 124.

[28] PRAZ, Mario, op. Cit., p. 51.

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