miércoles, 4 de marzo de 2009

Un ambiente de mucho despiporre. La Ciudad de Gabriel Vargas en La Familia Burrón

Un ambiente de mucho despiporre[1]

La Ciudad de Gabriel Vargas en La Familia Burrón

El sol perezosamente va despuntando tras la montaña, enviando sus tibios rayos sobre la ciudad, haciendo que se largue al diablo el frío de la madrugada.[2]

Este epígrafe es uno de los tantos ejemplos con los que Gabriel Vargas da inicio a un nuevo episodio en la vida de la vecindad, de la ciudad y de sus habitantes más a medias, personificados por Borola, Regino, Macuca, Regino hijo o el Tejocote, Foforito y Wilson, el perro. Esta ponencia es un reconocimiento a la labor de quien ha sido un parteaguas en el lenguaje coloquial y en el humor urbano.

Raymon Davis Weeter explica que la escritura urbana se caracteriza porque “La ciudad está presente de tal forma que sin ella la sustancia de la novela quedará irremediablemente alterada.” Y yo estoy de acuerdo casi totalmente, sólo digo que la escritura urbana traspasa la novela como podrá el auditorio comprobar enseguida.

Gabriel Vargas cumple sistemáticamente la gozosa tarea de narrarnos la Ciudad de México a través de páginas, hoy imposibles de contar, que rebasan por mucho la extensión de las novelas más largas. Hagamos un estimado: en la década de los cuarenta, Vargas inicia la publicación de El Señor Burrón o vida de Perro dentro de las páginas del Pepín, en ese entonces su extensión era de unas cuatro o cinco páginas (de acuerdo con la información que otorga Monsiváis en un artículo publicado en el diario La Jornada). Sin embargo, ante el declive del Pepín, Vargas se independiza y emitirá, durante tres o cuatro años, historietas semanales cuyos episodios llegaban a las cien páginas, después de este periodo dicha emisión siguió siendo semanal pero mucho más breve con historietas de 35 páginas aproximadamente. Si realmente pudiéramos sumar cada página escrita sobre La Familia Burrón llegaríamos fácilmente a cien mil.

Enmarcada en sus inicios por la denominada “Edad de oro del comic mexicano” debido a que el país entero leía historietas. La Familia Burrón es una historieta de autor pues nunca se ha producido en serie por un inmenso grupo creativo, sino que es el resultado del trabajo casi artesanal de un grupo reducido y siempre dirigido por Don Gabriel Vargas quien se encarga de las ideas, los textos y los dibujos hasta los años setenta, cuando por una embolia deja el camino a los extraordinarios dibujantes Mejía y Agustín Vargas, su sobrino.

A lo largo de sus ya 60 años de vida, en la historieta podemos encontrar una descripción diacrónica del acontecer urbano en el que las constantes o residuos permanentes que arrastramos y que hasta pueden sonar repetitivos, parecen recordarnos todo aquello que tenemos pendiente, como el analfabetismo ejemplificado en el diálogo entre la pareja de pepenadores la Divina Chuy y Don Susano Cantarranas cuando ella le pregunta cuáles son las vocales y Don Susano le responde: “las vocales son las que dices con la boca”. Sin embargo, también conserva de manera casi heroica, el patrimonio cultural. La vecindad–en una prosopopeya de la resistencia– se convierte en escenario principal donde todo ocurre, lo inverosímil cobra vida bajo el cuerpo de Borola; las pulquerías que –en Vargas– aún hoy soliviantan la necesidad después de haberse echado entre pecho y espalda varios litros de tlachicotón; o los recorridos a pie que siempre incluían un parque, o el agotado sistema de gremios en el que, por ejemplo en el ramo de la construcción, se empieza desde lodero, o los extintos artistas urbanos de la talla del maestro en ventriloquía Telesforeto Colín, mejor conocido como el sapo-rana que sigue actuando con ayuda de Pompeyo en algunas carpas de barriada, o la costumbre de correr desde la casa al estanquillo para contestar o realizar una simple llamada telefónica.

Gracias también a La familia Burrón, podemos enterarnos del alza en los precios de la canasta básica, “nadie como Borola para disputar a bolsazos el precio de los jitomates”[3]; de las mañas de los marchantes que desde siempre han vendido kilos de a 800 gramos; de la corrupción que logró que misteriosamente el mercado de Tepito se haya visto invadido de mercancía y vinos franceses que, originalmente, la tía Cristeta había enviado en barcos para aliviar el hambre de los aztecotas; de la inseguridad que permitió que la niña Alubia Salpicón fuera asaltada a plena luz del día; y de los contrastes –sobre todo de los contrastes– entre ricos y pobres. Mientras los pobres debido a que no traen ni moronas de pan en los bolsillos, “andan con el ombligo pegado al espinazo”, los ricos tienen comida, vestido y “sustento por toneladas y pachangas hasta decir ya.”

Vargas encuentra en ese sobrevivir del proletario el argumento central de su narración al que nunca abandonará: Borola, aunque vencida cada vez por la poca imaginación que tiene la realidad, ha sobrevivido y comido un día más mientras que para los ricos los días y las semanas no cuentan.

El vicio del alcohol es el mejor de los ejemplos del contraste del que hablamos. En un diálogo entre Regino y Borola (cuando Borola sueña que son ricos) se enlistan las bebidas preferidas de la clase alta.

Regino: ¿Qué te gustaría inflar?

Borola: Ando muy castigada, he bebido mucho, así que me hagan un coctel con ginebra, vodka, charanda, coñac, mezcal, tequila, chinchol, anís, unas gotas de angostura y otras tantas de ajenjo [sic.].[4]

Aunque siempre existe la opción de beber “champán para ricos” y disfrutar, después de un “nutrido copeteo”, de un ambiente de mucho despiporre. Sin embargo el vicio de la botella que tantas veces pone en “estado de burro” a los pobres se reduce a muy pocas opciones, la preferida el pulque, mejor conocido como pulmón, tlachicotón, neutle supremo de calidá, baba, tlamapa o caldo de oso.

La historieta en México se vuelve un medio de adaptación y un puente de liga entre el campo y la ciudad que ya comienza a desbordarse y, con esto, a volverse incomprensible y deshumanizante. Para Carlos Monsiváis la pretensión explícita de Vargas era “describir la vida familiar del mexicano pobre de clase media y aproximarnos al proletariado y al lumpen proletariado. Pero de ningún modo a Vargas lo guían pretensiones sociológicas, sino el costumbrismo, la ubicación del mundo por la repetición.”[5] Lo cierto es que el autonombrado monero por accidente supo utilizar la historieta, en una época en la que la crítica social era fuertemente censurada y estas revistas vistas con desdén por el Estado, para mostrarnos mediante la rutina, las costumbres y las acciones de los personajes, el sentir de un pueblo que encontraba en la risa colectiva un escape al eterno sobrevivir.

¿Cómo construye Vargas cada episodio? La estructura de la historieta es sencilla y lineal, no presenta acciones simultáneas ni construcciones en anillo, no juega con dimensiones espaciotemporales aunque en contadas ocasiones, recurre al sueño como instrumento que le permite construir irrealidades. Cada episodio se presenta a través de un epígrafe como el que encabezó esta ponencia, se describe la acción inicial de los personajes y se les deja actuar en estilo directo con Borola en la batuta, utilizando a Regino en el plano moral de lo correcto y lo honesto y completando el cuadro con el eterno retrato inmóvil y a veces desapercibido de los hijos. Para Monsiváis, el tema muchas veces se traslada al reino de lo ilógico y lo absurdo y se remata con un final que devuelve a Borola al plano cotidiano casi inmediatamente (en algunos episodios, Borola puede disfrutar de la oportunidad en turno por algunos días).

¿Cuál es la ciudad física de La Familia Burrón? La que podemos ver e intuir a través de cada cuadro. La ciudad de ese sol que, son una sonrisa en la cara –y esto es literal- manda al diablo al frío de la madrugada. La ciudad del transporte público coloreado por narices rojas moviéndose rumbo al Chócalo. Los límites de esta ciudad se reconocen y se dibujan en las eternas reminiscencias urbanas:

...desde la populosa colonia Netzahualcóyotl hasta las Lomas de Chapultepec y de Xochimilco a Azcapotzalco...

Y las historias se desarrollan en la vecindad de callejón del Cuajo, número ocho. Se mencionan las colonias populares junto con sus innumerables ampliaciones: la tercera ampliación de la colonia el Terregal, la colonia adjunta a ésta, el Cuernito, la colonia el Lodazal, Netzahualcóyotl o la Bondojito. Aquí un ejemplo:

Cristeta: ...hágalos regresar inmediatamente [a los cohetes siderales cargados de alimentos que había comprado doña Cristeta], corrija la dirección para que caigan en los llanos de la ciudad Netzahualcoyotl [...] aunque sea en Bondojito o los llanos de Apán.

La vivienda precaria de las ciudades perdidas -el jacal-, autoproducida con láminas, maderas, llantas o lo que haya, se desborda en cerros infinitos y nos muestra esos núcleos descompuestos, olvidados, esas otras y mismas realidades que se extienden a cada sexenio.

Siendo un amigo de confianza el sapo-rana toca fuertemente a la puerta como si vivieran [sic. Susano Cantarranas y La Divina Chuy] en un gran palacio, en vez de en un pequeño cuarto de madera.

En cambio, el contraste de las casas cuyo dibujo no cabe en los cuadros de la historieta repiten hasta el cansancio que los ricos “tienen personal de sobra que se dedica a tenerles sus residencias limpias como tacita de china y se transportan en acharoladas limosinas”.

Lo que ha mostrado Gabriel Varga durante tantos años es “una ciudad sólo, y por derecho propio, sobrevivible”, una ciudad que, al igual que Borola, hace lo que sea por conseguir que llevarse “al comedor”. A diferencia de la narrativa mexicana[6], la reconocida, la narración de Vargas no ha mostrado la ciudad que él conocía cuando niño y que ahora se destruye sino que nos la ha actualizado a cada semana, no sufre la nostalgia de que todo tiempo pasado fue mejor, al contrario, mantiene vigente una vecindad que se aferra a su tipología y a su existencia, que permanece a pesar de la avasallante modernidad hoy devorada por la globalización:

En su comedia humana, Vargas cubre la ferocidad de los cambios y la permanencia del sentido del humor, del habla cotidiana, de la pérdida del poder adquisitivo, del encuentro breve y la pérdida orgánica de las ilusiones.

Una de las más grandes aportaciones, sino la más grande, que hace Gabriel Vargas a la cultura popular y a la narración urbana es el uso y la innovación del lenguaje coloquial como forma de arraigo e identidad de los de Abajo. Vargas “anticipa, inventa, imagina, borda sobre las palabras. Es decir, se maneja en la línea creadora del caló, de las germanías y se aparta de la tradición de quienes improvisan sobre temas y palabras de la sexualidad, juego vulgar y ocasionalmente ingeniosos”. Experimenta hasta el límite la relación entre sonoridad y significación. Amplía a ámbitos de respuestas casi sensoriales, la función semántica con nombres que en dos palabras regocijantes dicen un mundo: desde Dulce Miel (novia de Floro Tinoco, el tractor), Briagoberto Memelas (cacique de la región desértica denominada la “Coyotera” o Don Jovito Capaloros (diputao del quientosavo distrito), hasta el mero mandón de los basureros, Chucho Chávez.

La esencia de las tramas se deposita en el vértigo del habla y el humor, en la distorsión de los vocablos como juego de agudeza, en el laberinto coloquial como seña de identidad y renovación del nacionalismo desde abajo.

Hoy hablar en Burrón se ha convertido en el maravilloso y muy concurrido atajo del lenguaje. Palabras que expresan, sin lugar a dudas, la idiosincracia del mexicano, la diferencia irreductible de las clases sociales: “tienes que aguantar todo lo que te hagan mis hijos, para qué eres pobre”, o “que costumbres tan cachetonas se les ocurren a los chorromillonarios”.

Sin embargo, a pesar del innegable impacto de La Familia Burrón en la sociedad capitalina, a pesar de que hoy todo el mundo entienda a soplamocos y arriesgue la vidorria cada día de su vida con tal de llenar la caja de las alubias, el reconocimiento a la obra de Gabriel, fuente fundamental para el estudio de la cultura popular, ha sido escaso.

La década de los ochenta dio comienzo al debilitamiento de la tradicional historieta, la situación económica y la crisis tras el sismo de 1985, hizo que mucha gente dejara de comprarlas, ahora es imposible encontrar una colección completa de los Burrón. Actualmente muchas bibliotecas carecen de la obra de Gabriel Vargas, ni siquiera el Museo del Estanquillo, su casa por nombramiento intelectual, resguarda una biblioteca especializada ya no digamos buena o mala, sino sólo biblioteca.

Un taxista me dijo, tras contarle que yo estudiaba Letras Clásicas, que hacía falta la cultura porque a los mexicanos no nos hacen leer más que muñequitos –citando específicamente el Lágrimas y Risas-. Tal vez las historieta ya no se reconoce como apropiable, como ese lugar donde se protege y se renueva el humor urbano arraigado en la experiencia mexicana. En fin, San Nabor nos ampare...



[1] Oración que utiliza Don Regino Burrón (rico, aunque sólo en sueños) para describirle a Borola lo bien que se la paso en el club.

[2] VARGAS, Gabriel, La Familia Burrón, México, Editorial Porrúa, 2005, p. 4-B.

[3] MONSIVÁIS, Carlos, “En los ochenta años de Gabriel Vargas”, publicado en La Jornada Semanal, 10 de mayo de 1998.

[4] Ibid., p. 32-C

[5] MONSIVÁIS, Carlos, op. cit.

[6] En palabras de Federico Patán: La narrativa mexicana presenta una idea común, glosada de distintas maneras: la destrucción de una ciudad, generalmente aquélla conocida por el autor en sus años de infancia o en los mozos. Dos elementos componen tal imagen, complementándose. El primero, la metamorfosis inevitable de todo crecimiento, interpretada una y otra vez como la eliminación de una belleza anterior, significada por la coherencia de un núcleo existencial luego fragmentado [...] la fealdad de ayer es la belleza de hoy, que al transformarse en deterioro constituye la belleza mañana extrañada [...] una profunda carga subjetiva se une al innegable y objetivo deterioro de la ciudad. El hombre es un ser que vive lamentando paraísos perdidos. Es aquí donde cabe hablar de la ciudad como zona cronológica.

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